En este parque natural nacional, dicen, nace la vida. Un destino salvaje e inspirador que sorprende con una laguna de agua salada y con fenómenos naturales que parecen arte de magia.
Aquí pasan cosas bellas y mágicas. Sí. Magia. Otros dirán que son prodigios de la naturaleza. Por ejemplo, las ballenas yubartas nadan miles y miles de kilómetros desde el gélido Polo Sur para que sus ballenatos nazcan en estas aguas cálidas y profundas.
Otro ejemplo: en las noches, miles de lucecitas blancas, azules y verdes iluminan el agua que sube del mar e inunda el mangle. Es como si las estrellas, que alumbran el firmamento, cayeran al agua.
Todo es vida en este parque nacional natural, ubicado en la costa norte de Colombia, principalmente en el municipio de Nuquí, pero que también llega a las poblaciones de Bahía Solano, Bojayá y Alto Baudó. No hay nada muerto ni marchito en sus 54.300 hectáreas, de las cuales 12.000 son marinas.
Todo sorprende en este destino del Chocó, donde los viajeros que tienen el privilegio de visitarlo –la mitad son extranjeros– no solo descubren un lugar exótico, único en el mundo y lleno de naturaleza virgen: aquí terminan descubriéndose a sí mismos.
Llegamos a Utría desde el municipio de Nuquí, tras un vuelo de 45 minutos desde Medellín. Luis Palacios, guía y administrador de los servicios turísticos del parque, nos espera en una lancha. Antes de salir recoge varios racimos de plátano, yuca, queso y otros encargos para atender a los turistas.
Salimos del puerto del pueblo y empezamos a navegar por el río Ancachí, que luego se junta con el río Nuquí; ambos, muy plácidos y del color del chocolate. Dos kilómetros aguas abajo, los dos afluentes se funden con un océano muy brioso y del color de las esmeraldas.
A lo lejos, en medio de la espesa bruma –esa bruma tan característica del Pacífico colombiano-, se asoma algo parecido a una montaña en medio del mar. Tiene la forma de una catedral, revestida de verde. Es el morro de los pájaros –cientos de aves revolotean a su alrededor– y es el primero de decenas de morros que veremos en el recorrido. Están tupidos de árboles, que brotan hasta de las mismas piedras. Aquí empezamos a comprender por qué el Pacífico colombiano es una de las regiones más biodiversas del planeta.
Seguimos el camino y bordeamos pueblos y caseríos costeros como Tribugá, Jurubirá y Morromico, adornados por playas larguísimas de arena dorada, que ofrecen alojamientos rurales y otros servicios turísticos. Una cascada de agua dulce, que cae a un mar muy verde, nos hace detener la lancha para contemplar semejante espectáculo.
Luego de 45 minutos de viaje –18 kilómetros de recorrido–, el Pacífico empieza a ponerse tranquilo. Estamos llegando a la ensenada de Utría, que es la joya de la corona de este parque nacional y el epicentro turístico. En este punto, la selva empieza a tragarse el mar, a encerrarlo en medio de dos montes, que terminan cinco kilómetros al fondo, en un sitio conocido como La Chunga.
En la ensenada, el mar no parece el mar. Parece una laguna, serena, sin oleaje. Una laguna de agua salada, brillante, rodeada de verde. Así es este bello y afortunado accidente geográfico, que ocurre cuando el mar entra al continente.
La diferencia con una bahía –explica Lincoln Moya, guía de Parques Nacionales– es que una ensenada tiene la forma de una U perfectamente cerrada. “Tiene la forma de un útero y cumple las funciones de un útero”, dirá más tarde Josefina Klinger, la mujer que le ha enseñado a la comunidad de Nuquí –afectada por el abandono del Estado, por la pobreza y la violencia– que el turismo es la mejor herramienta para salir adelante y dejar atrás las cadenas de la esclavitud que los chocoanos han arrastrado durante siglos. Gracias a su obra, Josefina obtuvo el Premio Cafam a la Mujer 2015, el máximo reconocimiento que una líder social puede recibir en Colombia.
La ensenada, de 368 metros de ancho, invita a nadar en sus aguas cristalinas y a refrescarse del calor propio y la humedad de la selva. Pero hay que tener precaución, no adentrarse mucho porque la profundidad de sus aguas es de entre 25 y 35 metros. No en vano por allí pasan las ballenas con sus 30 toneladas de peso, rumbo a esta sala de partos en el fondo del océano.
Este lugar –sigue Lincoln– es dueño de varios ecosistemas: marino y de arrecife coralino, selva tropical y manglar. De los diez tipos de manglares que hay en Colombia –añade Lincoln–, aquí hay siete, y el inventario de aves, ranas, cangrejos y otras especies es interminable.
Frente a la ensenada queda una sede de Parques Nacionales y el centro de visitantes Jaibaná, atendido por Mano Cambiada, una organización de turismo comunitario presidida por Josefina Klinger. Todo es ecológico y sostenible. La energía eléctrica, por ejemplo, la brindan paneles solares.
El hospedaje es allí, en cabañas con vista al mar con capacidad hasta para 32 personas. No hay televisión. No entra señal de internet ni de celular. No hay música ni fiesta y el aire acondicionado es la brisa marina. Las cabañas, eso sí, están dotadas de camas, colchones, sábanas y almohadas de primera calidad. Y con toldillos para que los mosquitos no piquen a los huéspedes. Lo que llaman lujo verde. La opción –y el regalo– es desconectarse de la vida cotidiana y la tecnología, y dejarse abrazar por la tranquilidad y la energía sobrecogedora de Utría.
Con suerte, mientras los viajeros toman el sol o descansan en la playa, contemplando la ensenada, pueden ver las ballenas saltando ante sus ojos. Nosotros vamos a buscarlas, de la mano de Luis Palacios, en su lancha. El hombre señala al horizonte. “Allá hay una”, grita. Y al fondo se ve como un chorrito de humo, el soplo, la respiración.
Nos acercamos despacio para no espantarlas y apagamos el motor. Las olas poderosas del Pacífico mueven la lancha con fuerza. Si se marea, tómese antes una pastilla para evitarlo. Es una hembra con su ballenato. Se asoman tímidamente, dejan ver el lomo y se hunden.
Cuando inclinan la cola, de hasta doce metros, es porque ya se sumergirán y por un rato no saldrán a la superficie. Eso lo explica Luis. Hay que tener paciencia y suerte para verlas en esos saltos inesperados en medio del océano. Los abuelos chocoanos, desconociendo este fenómeno migratorio, creían que eran monstruos.
Cae la noche en Utría, y lo que se escucha es la sinfonía del océano con ese chirrido agudo de las chicharras y con las voces de todas las criaturas de la selva. El cielo, despejado, es un lienzo de estrellas.
Si Utría fuera una mujer, esa sería Josefina. “La vida nace aquí, por las ballenas que nacen en estas aguas y por toda la vida que ves en cada rincón”,
dice Josefina Klinger, convencida de que un espíritu femenino lo gobierna todo en Utría. Y recuerda la leyenda que cuenta que una joven indígena embera –etnia que habita estas tierras– desobedeció las órdenes de su madre, se metió al mar y terminó convertida en ballena. Por eso, a Utría la conocen también como la Bella Dormida.
Este es un sitio para la gente que trasciende, dice Josefina. Para personas que tienen el espíritu dispuesto a aprender de la naturaleza y a conectarse con ella. “Si tu espíritu está listo, podrás visitar Utría. Si no, Utría no te dejará llegar”, dice la mujer.
Sí. Utría no es para todo el mundo. El que se queja por los mosquitos, por la lluvia inesperada, porque no hay internet, ni aire acondicionado, ni televisión, mejor debe buscar otro destino.
“Aquí los sentidos se agudizan y la intuición se escucha; tu voz interior se escucha y le pones cuidado. Si vienes acelerado, aquí te calmas porque te calmas”, sigue Josefina.
Eso también lo cree firmemente Juanita Olarte, bogotana de 33 años, quien ha viajado por todo el mundo y siempre regresa a Utría. Es la sexta vez que viene, y en esta ocasión por un motivo especial: hacer un voluntariado de un mes con la comunidad. Experta en cooperación internacional, ayuda a Josefina con los eventos comunitarios pero también lava la loza, tiende las camas y sirve la comida.
“Utría es un lugar donde puedes sincronizar los latidos de tu corazón con los latidos de la selva, con el mar. Conozco muchos lugares del mundo, pero ninguno con la energía que se siente acá, que te confronta y te renueva”, dice la joven, y destaca que los viajeros que visitan Utría son personas tranquilas y respetuosas del medioambiente que se dejan contagiar por la magia del lugar, por la alegría y las costumbres de los chocoanos. Y por la exquisita comida, abundante en pescados como el atún y los mariscos.
“Por eso –sigue Juanita–, para venir a Utría hay que disponer el alma y el cuerpo para un viaje que, seguro, te enseñará que la vida es más bella y sencilla de lo que el común de la gente se imagina”.
Cuando crees que ya has visto todo y que nada más podrá arrancarte un suspiro, Utría te revela un nuevo secreto.
Es de noche y llueve a cántaros. Juanita y Andrés Valery, guía de Parques Nacionales, nos invitan a dar un recorrido por el manglar. La oscuridad reina. Una linterna pequeña da un chorrito de luz que nos ilumina el camino. Juan Zea, un paisa de 62 años que invirtió sus ahorros para comprarse un velero y viajar por el mundo –y un enamorado de Utría– se suma al grupo.
Nos adentramos en la selva y llegamos a una plataforma de madera, de 800 metros, que atraviesa el sendero Estero Grande. De día, el mangle piñuelo decora el lugar con sus gruesas raíces. Ahora está cubierto por el agua, que nos sorprende con un espectáculo inesperado: miles de luces de colores, como luciérnagas, dan vida a un fenómeno natural que parece magia.
Andrés es el primero en lanzarse y los demás lo seguimos, con algo de miedo. Todo está oscuro, llueve y estamos en la selva. Las lucecitas se nos pegan al cuerpo, a la cara, a la ropa. Movemos las manos en el agua y parecen seguirnos. Los peces nadan entre nosotros, que reímos, como si estuviéramos hechizados.
Realmente no son luces. Andrés explica que es el fenómeno de la bioluminiscencia y que se trata de organismos unicelulares o protozoos que tienen una proteína, llamada luciferasa, que al entrar en contacto con el oxígeno se ilumina de colores.
Esas cosas mágicas que solo pasan en Utría y que te cambian la vida.
Fuente: El Tiempo